Café Society, la
película cuarenta y siete de Woody Allen es un largometraje que no será de culto
como otras obras del autor, sin embargo es una buena pieza dentro de su extensa
cinematografía y una muy peculiar; protagonizada por una pareja que ya había
compartido roles en otra peli, Kristen Stwart y Jesse Einsenberg, con la
participación de Steve Carell y Blake Lively en papeles secundarios. El tema
que encuentro en el filme es: el tiempo y la búsqueda de que este no termine.
Durante la década Woody nos ha dado piezas de gran talante como Media noche en
París que encanta por su autentica magia y como Blue Jasmine que nos mete a la
mente demolida de una cincuentona paranoica, Café Society se quedará para la posteridad como la primera
filmada en digital por el autor.
Woody sigue buscando la inmortalidad, a su
manera y sin detenerse en ello. Pocas personas reparan en el movimiento universal
que se realiza alrededor de los acontecimientos cotidianos, por tomar ejemplo
de la película dos personas se conocen, el espacio y el tiempo se enfocan en
ese instante al parecer insignificante, pero el planeta tierra mantiene su eje
y sus fenómenos climatológicos para mantener el momento, la termodinámica
mueve los hilos y aparece la física, los movimientos imperceptibles de los
párpados al abrirse y cerrarse de inmediato, la caída del cabello es controlada
por la gravedad y las foto-frecuencias nos obsequian los colores de los ojos de
ella o de él; sin darse cuenta siguen, ambos, invadidos por los fotones que los
hacen perceptibles y visibles el uno al otro, el vestido que lleva puesto ella, la
corbata que pende del cuello de él, los rizos castaños de ella, la sonrisa
rubia de él.
De los elementos destacables, como
generalmente, el director cuida a detalle la ambientación, el diseño de arte,
la iluminación, el sonido, la música, ahí están siempre impecables pero sin
notarse, esto es lo que crea la atmósfera o atmósferas perfectas para que la
historia que se cuenta fluya más naturalmente, en esta ocasión nuestro director
se acompañó de la lente del ecléctico y multipremiado Vittorio Storaro quien
sin duda aporta una notable fotografía para reforzar las emociones que nos
transmiten los protagonistas y el guión, interesante toma en un restaurante
mexicano sentados frente a la barra, nachos y chelas incluidos, y una
pintura cuasi rupestre en el fondo.
Cuando la física ya es innegable en un
encuentro de esta naturaleza, los vestigios de la química se hacen patentes,
las miradas se han cruzado y los neurotransmisores detonan una oxigenación
general en el cuerpo (puede escucharse un pequeño ¡wow! mental), en ambos
cuerpos, el corazón envía con nuevo brío una y otra vez el plasma tibio a los
rincones del organismo por supuesto incluidas sus mejillas y otras zonas en
donde se acumula sin cesar. El efecto químico de un encuentro tal es de
proporciones estimulantes y sedantes a la vez, como la droga más potente y
adictiva. La catástrofe se avecina cuando además de las miradas llegan las
palabras y esas vibraciones revolucionan todas las sustancias y sus procesos,
de nueva cuenta. Tenemos a dos individuos completamente dopados y adormilados
por ese encuentro.
Robert Dorfman viaja de su natal Nueva York a
Hollywood para buscar suerte en la compañía de su tío Phil Stern, este lo
encarga con su secretaría Vonnie para familiarizarlo en la ciudad a la vez de
encargarle pequeños trabajillos, Phil quien es casado lleva un año saliendo con
Vonnie, desde el principio Robert o Bobby como le llama la mayoría se queda
menso con los ojos de Vonnie y también se enamora de ella, pareciera un clásico
triángulo Alleniano pero la chica se queda con el tío Phil. Bobby regresa a
Nueva York y triunfa administrando el negocio de su hermano, un centro nocturno
al que toda la Sociedad asiste, conoce a Verónica, otra Vonnie, y se casa con
ella. Cuando todo parece estable, y con graciosas anécdotas judías, el tío Phil
y su Vonnie llegan al Café Society en donde tienen un encuentro casual con
Robert, este observa el gran cambio de Vonnie quien pasa de ser una persona
sencilla y sin pretensiones a una señora de alcurnia como cualquiera en su
posición, los protagonistas romancean y guardan su clandestino romance en el
anhelo de el siguiente encuentro.
Kristen Stwart no destaca quizás por el papel,
si bien su palpable y por ello común belleza le ayuda a obtener fácilmente la
atención, es su falta de fuerza histriónica la que hace pensar que queda a
deber en su rol, no así Jesse Eisenberg quien obtiene un papel en el que puede
desarrollarse con confianza, su actuación no es notable pero destaca de las
demás como la de Steve Carell quien aporta su experiencia y su adaptación.
Manifestaciones físicas y procesos químicos, ¿qué
es la vida si no eso? El gran genio de Brooklyn no esta exento de ello y lo
sabe, nos ha regalado un película nostálgica en varios sentidos, el joven
soñador que adquiere experiencia con tropezones y rupturas, el matrimonio de
años que llega a su fin, la muchachilla sencilla que se convierte en esnobista,
los clubes negros de Jazz para trasnochados, el barrio judío lleno de
contrastes, eso en la pantalla
pero también detrás de cámaras se nota con Storaro al mando de ellas, nuevas,
digitales ¿quién convenció a quién para usar tecnología digital? Los grandes
planos de Nueva York, otra vez, las tomas que giran sobre un acercamiento al
personaje. Un amasijo de sustancias, cuerdas y tendones, gobernado por
instintos y aprendizajes, un genio de la cinematografía mundial que se aferra a
seguir dejando su gran huella en la historia. Woody ya no se cuece al primer
hervor y su búsqueda de detener el tiempo parece dar resultado.
En la escena
final pareciera que Bobby no solo trata de detener el tiempo también, sino que
sabe que lo filman en digital y esboza una risa de nostalgia por los viejos
tiempos.